¿Es el Barcelona un hito en la evolución
del fútbol?
Este relato-crónica abarca del siglo XIX
al XXI. De la torpeza se ha pasado al refinamiento, de la fuerza a la técnica,
del espíritu del guerrero a la inteligencia del espadachín.
Mucho se discute, en España y fuera, sobre
si el Barcelona de Pep Guardiola es el mejor equipo de fútbol de todos los
tiempos. Por más entretenido que nos resulte, es un debate imposible de
resolver. Es incluso estéril. Existen demasiadas variantes y nos falta
información. El juego es más rápido hoy, los jugadores recorren más kilómetros
por partido, los balones y las botas son diferentes a cuando jugaban Alfredo di
Stéfano en el Real Madrid, Pelé en la selección brasileña o Puskas e Hidegkuti
en la Hungría de los cincuenta. En cuanto a grandes campeones de Europa como el
Ajax de Johan Cruyff, o el Milan de Van Basten y Baresi, o el Liverpool de Souness
y Dalglish, los juicios son por necesidad subjetivos. Si alguien da la
impresión alguna vez de ganar el debate, nunca va a ser porque exista una
verdad científicamente demostrable sobre la cuestión, sino porque, como un buen
abogado, argumenta mejor o quizá, sencillamente, porque grita más.
Además, cuando hacemos comparaciones de
este tipo nos limitamos a hablar de equipos que aparecieron tras el invento de
la televisión, como por ejemplo de aquel Real Madrid de las cinco Copas de
Europa consecutivas, el que venció 7 a 3 al Eintracht de Fráncfort –para
deleite de la primera generación de telespectadores– en 1960. Pero ¿qué sabemos
de antes de aquella época? Las borrosas imágenes cinematográficas que nos
dejaron, por ejemplo, el Mundial que ganó Uruguay contra Brasil en 1950 –el
famoso “Maracanazo”– no tiene la más mínima utilidad como material comparativo.
Entonces, ¿quién está en condiciones de refutar la noción de que el mejor
equipo nunca visto fue aquel Uruguay, o la Italia campeona del mundo en 1934 y
1938, o el Arsenal que arrasó en la Liga inglesa en aquella misma época, o
incluso una de las dos selecciones, Inglaterra o Escocia, que disputaron el
primer partido internacional de la historia en 1872?
Lo que sí podemos decir, en cambio, es que el actual Barcelona representa un hito en la evolución del fútbol.
Existe un antes y un después con este equipo. Ha redefinido el juego, ha hecho
que la totalidad del mundo del fútbol –desde los entrenadores de niños pequeños
hasta los cuerpos técnicos de los clubes más grandes del mundo– vuelva a la
pizarra y reconsidere sus premisas más elementales. Empezando con el sagrado
concepto de la posición táctica: que si el que mejor funciona es el 2-3-5, o el
4-3-3, o el 4-2-4 o el 4-4-2. El Barça ha condenado la rigidez matemática en el
fútbol a la irrelevancia. Lo mismo ha hecho con la anciana y venerable noción
de que los centrales, o los delanteros centros, tienen que ser altos y
fornidos. O con aquel artículo de fe que reza que todos los equipos necesitan
un stopper, un especialista en destrucción, en el centro del
campo. El Barça ha representado una revolución democrática en el deporte. Ha
demostrado, con sus éxitos, que la única condición necesaria para que un
jugador de fútbol prospere es que sea hábil y listo con el balón. El tamaño no
importa, y la posición de cada uno en el campo, tampoco.
El germen fue “el fútbol total” del Ajax
de Ámsterdam, patentado por aquel filósofo del deporte Rinus Michels. Su
discípulo predilecto, Johan Cruyff, lo trajo al Barcelona, primero como jugador
y después como entrenador. Y de ahí salió el dream team barcelonés.
Lo que vemos hoy es la versión perfeccionada de ese modelo, una destilación
purificada de la ideología de Michels. Lo que practica el Pepteam es
más que fútbol total; es fútbol absoluto.
Volvamos más atrás en el tiempo, antes del Ajax de Michels, cuyos principios él mismo transportó a la
maravillosa selección holandesa de los años setenta (como el Barça ha hecho
hoy con la española campeona del mundo). Volvamos a las primeras raíces del
deporte cuyas reglas se escribieron en un pub londinense en 1863 e intentemos
trazar su evolución como en cualquier evolución de la naturaleza, como en el de
la propia especie humana, que a lo largo de los milenios ha dejado atrás lo que
no funciona y se ha adaptado a lo que se necesita, potenciando la eficacia.
Aquel primer partido internacional en 1872
entre Escocia e Inglaterra se disputó en un campo de críquet (el deporte
nacional de las islas desde hacía más de cien años) ante 4.000 espectadores.
Los cronistas de la época plantearon el posicionamiento sobre el campo en
términos numéricos, señalando que Inglaterra había jugado con una formación
2-8, y Escocia, con un 3-7. Pese al predominio de delanteros en ambos equipos,
el partido acabó 0-0, lo que demostró una gran verdad no del todo digerida hoy
día: que llenar la delantera de efectivos no siempre es el método más eficaz
para marcar goles; que la congestión no conduce a la creatividad. La otra
moraleja del partido, relacionada con la primera, fue que dejar más espacios
permite un juego más fluido. El 3-7 de los escoceses resultó un estilo de juego
definido más por la posesión del balón y el pase que por los pelotazos y los
poco eficientes intentos dedribbling de los ingleses.
El salto cualitativo se dio seis años
después, en 1888, cuando el Wrexham ganó la Copa de Gales luciendo un novedoso
2-3-5, el llamado “sistema pirámide”, que se impondría como inflexible
ortodoxia durante los siguientes 40 años. Hasta que en 1930, Herbert Chapman,
el entrenador del Arsenal, patentó la formación WM. Y hasta que el
seleccionador italiano Vittorio Pozzo inventó el 4-3-3, conocido como “el
método”. Este consistía en colocar a los jugadores con el fin de brindarles
mayor espacio de maniobra. Significaba darle al pastor un prado. Y así fue como
tanto el Arsenal como Italia pillaron desprevenidos a sus rivales. Estos,
desorientados, no sabían descifrar los planteamientos de Chapman y Pozzo y,
como consecuencia, el Arsenal fue el equipo dominante de Inglaterra en los años
treinta e Italia ganó dos Mundiales seguidos: 1934 y 1938.
Después de la II Guerra Mundial, la revolución, cuyo impacto se siente aún hoy, vino de Hungría. Un
partido disputado en el estadio de Wembley en 1953 entre los húngaros,
campeones olímpicos el año anterior, e Inglaterra sacudió el mundo del fútbol.
A los ingleses no les cabía en la cabeza la posibilidad de perder. Nunca habían
sido derrotados por un equipo de fuera de las islas y se les consideraba los
mejores del mundo de facto, del mismo modo que los equipos que
ganan los torneos de béisbol o fútbol americano en Estados Unidos se llaman a
sí mismos “campeones mundiales”. Pero la selección húngara dio un baño de
humildad devastador a los ingleses. Los comentaristas no tuvieron más remedio
que reconocer que Hungría había dado una lección de fútbol a los inventores del
deporte. Empleando una filosofía basada en la posesión del balón y la exquisita
técnica individual de sus jugadores, los húngaros –cuyo jugador estrella fue el
futuro madridista Ferenc Puskas– utilizaron un arma secreta cuyo impacto los
ingleses fueron incapaces de contrarrestar. El supuesto delantero centro Nándor
Hidegkuti no jugó como tal; ocupó una posición más retrasada, en el centro del
campo. Fue lo que hoy llamaríamos “un falso nueve”. Hidegkuti no era ni una
cosa ni otra, ni delantero ni centrocampista, y los robustos defensas ingleses
no supieron qué hacer con él. Les mareó. Marcó dos goles y generó los espacios
para que Puskas marcara otros dos. El resultado final fue 3-6. Cuando se
volvieron a ver las caras las dos selecciones, un año después en Budapest, los
ingleses siguieron igual de perplejos. O más. Perdieron 7 a 1. El Real Madrid
tomó el relevo fichando a Puskas y utilizando a Alfredo di Stéfano como una
versión incluso más imprevisible, dinámica y todoterreno que Hidegkuti. Fue un
equipo imparable. Imitó el modelo húngaro, y en cuanto a victorias sobre el
campo, lo superó.
Italia, concretamente el entrenador Helenio Herrera, dio con el antídoto a principios de
los sesenta. No solo contra el estilo húngaro-madridista, sino contra la
fortaleza física de otra nación en ascenso, Alemania. Partiendo de la premisa
de que el balón era prescindible, elcatenaccio consistía en esperar
y esperar atrás, enredar al rival en una telaraña, aprovecharse de su fijación
ofensiva y estar atento al agotamiento del rival y a la oportunidad de un
contraataque que resultara en gol. Con un tanto era más que suficiente. Herrera
inventó también el fenómeno del “líbero”, un defensa que jugaba por detrás de
la última línea en caso de emergencia; un seguro de vida. No fue, ni pretendió
ser, una obra de arte; Herrera no fue ningún Miguel Ángel ni el estadio de San
Siro la Capilla Sixtina. Pero funcionó. El Inter de Herrera ganó la Copa de
Europa en 1964 y 1965.
A los alemanes les intrigó la idea del
líbero, pero desde una perspectiva más osada. Entendieron que si el jugador que
ocupaba ese puesto no tenía que marcar a ningún jugador específico, entonces
nadie le marcaría a él. En vez de limitarse a operaciones de bombero, podría
infiltrarse en el medio campo e incorporarse al ataque creando superioridad
numérica ante la defensa rival. Por primera vez, un jugador que por ubicación
en el diagrama militaba en defensa sumaba las virtudes de un pasador. Incluso
sabía disparar a puerta. Ese fue el papel que Franz Beckenbauer patentó y que
casi ganó la Copa del Mundo para Alemania en 1966.
La selección que les ganó, Inglaterra,
hizo la primera aportación táctica proveniente de las islas desde tiempos de
Chapman. Acabó con la ortodoxia del wing, del extremo
especialista cuya misión consistía en driblar por las bandas, superar al
lateral por velocidad y cruzar el balón al área rival, creando ocasiones de gol
para el delantero centro. Alf Ramsey, el entrenador inglés, se deshizo de los wings. Su
4-4-2 creó un bloque compacto de ocho compuesto de centrocampistas versátiles
con movimientos imprevisibles. Los wings cedieron su lugar a
jugadores menos técnicos, menos especialistas, pero mejor colocados para
asociarse con el balón.
La selección dominante de aquella época,
sin embargo, fue Brasil, ganadora del Mundial en 1958, 1962 y 1970. Eran los
Harlem Globetrotters del fútbol. Un fenómeno sui generis y,
por definición, irrepetible, fundamentado en una técnica nunca vista y en una
filosofía de ataque sin cuartel. Jugaban 4-2-4 y su plan era sencillo: si el
otro marca uno, nosotros marcamos dos; si el otro tres, nosotros, cuatro. En
los demás países, el lateral izquierdo, por ejemplo, era un jugador aplicado,
rígido en sus principios defensivos; en Brasil era otro atacante más. A día de
hoy, solo los brasileños producen jugadores (Carlos Alberto, Roberto Carlos,
Dani Alves, Marcelo) de estas características; supuestos defensas que recorren
todo el campo, marcan goles y juegan como antiguos wings.
INVENTO INGLÉS. El fútbol, un invento inglés, ha evolucionado desde sus orígenes
en el siglo XIX hasta hoy. En esa teoría darwiniana, no solo la vestimenta,
sino también el juego, cambiaron y mejoraron. Un hito dentro de esta historia
sucedió en 1872, cuando se empezaron a dibujar esquemas tácticos y los
cronistas de la época hablaron, tras un Inglaterra contra Escocia, de que unos
habían jugado con un 2-8, y los otros, con un 3‑7. Sin embargo, semejante
acumulación de jugadores en el ataque no se tradujo en goles: 0‑0. Muchos años
más tarde, en 1953, Hungría derrotó en Wembley a Inglaterra (3‑6), gracias a la
posesión del balón y a la exquisita técnica de jugadores como Ferenc Puskas,
más tarde compañero de Alfredo di Stéfano en el Real Madrid. Aquel equipo
blanco de finales de los años cincuenta ganó cinco Copas de Europa.
Tras la exhibición de los brasileños en 1970, el primer Mundial retransmitido en color, el fútbol explotó como fenómeno de masas televisado. Inmediatamente después vino otra exhibición, de un lugar menos esperado, pero hizo un ruido que sigue resonando hoy. Holanda fue la cuna de la gran revolución del fútbol moderno; el Ajax de Ámsterdam dio un paso hacia delante en la historia del fútbol. Rinus Michels, primero entrenador del Ajax y después de la selección holandesa (“la naranja mecánica”), fue el inventor del famoso “fútbol total”. Y dejó un legado que incluyó tres Copas de Europa consecutivas para el Ajax –en 1971, 1972 y 1973– y llevó a Holanda, con Johan Cruyff como estandarte en el campo, a la final de la Copa del Mundo en 1974 y -ya sin Cruyff- en 1978. La inspiración de Michels fue aquel equipo húngaro que puso a Inglaterra en su sitio en los años cincuenta. Pero los holandeses llevaron aquel modelo a otro nivel.
La idea no era cómo distribuir a los
jugadores –dividirlos claramente entre defensas, centrocampistas y atacantes–,
sino cambiar su actitud, lograr que se comportasen –que pensasen– de otra
manera. El defensa ya no era un mero bloqueador, un stopper, sino
que tenía que saber distribuir el balón igual de bien que un mediocentro. El
dominio del balón era el requisito indispensable. El jugador de Michels tenía
que sentirse cómodo con el balón en los pies, jugase donde jugase. Cuando
recuperaba el balón levantaba la cabeza, buscaba un compañero y se la pasaba,
iniciando una jugada de ataque. El ritmo del juego se incrementó. El Ajax y
Holanda daban la sensación de jugar con más velocidad que cualquier otro equipo
en la historia. Daban esa sensación porque era verdad. Uno veía las imágenes de
cómo jugaba el Real Madrid apenas diez años antes, o incluso Brasil, recién, y
parecía que el Ajax se movía a cámara rápida, como en las primeras películas de
Hollywood.
FÚTBOL TOTAL. La ideología del Ajax de
Ámsterdam entrenado por Rinus Michels y en el que jugaba Johan Cruyff era la
del fútbol total. Lo único importante: que los jugadores se mostraran hábiles
con el balón. La estatura no importaba, y la posición en el campo, tampoco. El
Ajax ganó tres Copas de Europa, y Holanda fue dos veces subcampeón mundial.
Michels llevó la antorcha naranja al Barcelona, donde ejerció de entrenador durante seis años en los setenta, sin poder acabar de implantar su modelo con el éxito deseado. Pero dejó su huella, y especialmente con el fichaje de Cruyff como jugador. El Barcelona, eternamente indignado por cómo el Real Madrid supuestamente le había “robado” a Alfredo di Stéfano en 1953, había intentado compensar su sensación de inferioridad respecto al gran club de la capital española pagando cantidades descomunales por reputados cracks. Pero ni Ladislao Kubala, ni Diego Maradona, ni Bernd Schuster, ni el propio Cruyff acabaron con la histórica hegemonía blanca. Conquistar el santo grial de la Copa de Europa siguió siendo la gran asignatura pendiente culé. Maradona pasó por el club sin pena ni gloria.
El giro decisivo vino con la llegada de Cruyff al banquillo en 1988. De la noche a la
mañana, el entrenador se coronó rey, suplantando al jugador; la filosofía de
juego sería ahora la llave del éxito. La primera temporada de Cruyff en el
Barcelona, sin embargo, fue un desastre y si no hubiera sido por su legendario
apellido, y si él mismo no hubiera creído tan inflexiblemente en sí mismo, lo
normal hubiera sido que el Barcelona lo echase. Cruyff convenció al presidente
del Barcelona, Josep Lluís Núñez, que dejara a un lado el mero resultadismo,
que mirara a largo plazo y le dejase apostar por el concepto de fútbol total
que había encandilado al mundo 15 años antes y que algunos habían intentado
–con mínimo éxito– imitar. Ese era el camino a seguir, esa era la causa por la
que merecía la pena luchar o morir.
En una conversación privada en aquellos
tiempos, durante una noche en la que se consumieron muchas Heinekens, Cruyff
declaró a un compañero de copas: “Voy a cambiar el mundo del fútbol”. ¿Cómo?
“Mis defensas serán centrocampistas; jugaré con dos extremos y ningún delantero
centro”. Su interlocutor pensaba que estaba borracho. No lo estaba. Sin un
delantero centro en contra, los centrales rivales se quedarían en el desempleo;
con dos extremos, el espacio en el campo se ampliaría enormemente, y ahí podría
jugar a gusto un equipo donde sus jugadores serían unos maestros con el balón.
Un ejemplo de su filosofía se vio con el
fichaje de Miguel Ángel Nadal. En el Mallorca, Nadal había sido el creador del
centro del campo. Goleador también. Cruyff sorprendió al fútbol español
colocándolo en el centro de la defensa. Y ahí triunfó Nadal, defendiendo
cuando tenía que defender, pero ante todo, y como misión prioritaria, iniciando
jugadas de ataque. Un año después del fichaje de Nadal, el Barcelona ganó su
primera Copa de Europa, en Wembley, con un gol marcado por un holandés, Ronald
Koeman, el fútbol total hecho carne. Sobre el papel jugaba en el centro del
campo; sobre el terreno jugaba en todos lados.
Pero el Barça de Cruyff no logró afianzar
su modelo con victorias en la competición más grande, la Copa de Europa; no
fue un equipo que marcó época en cuanto a trofeos continentales acumulados,
como el Real Madrid o el propio Ajax, o el equipo que le usurpó la gloria, el
Milan de Arrigo Sacchi, un híbrido tremendamente eficaz entre la astucia y
dureza tradicional de los italianos en defensa desde tiempos delcatenaccio y
la clase de los tres holandeses que eran la columna vertebral del equipo: Marco
van Basten, delantero; Frank Rijkaard, centrocampista, y Ruud Gullit, a veces
defensa, a veces delantero. Los resultados de Cruyff no fueron nada
desdeñables. Cuatro ligas españolas consecutivas, la Copa del Rey, la Recopa de
Europa, supercopas tanto nacionales como europeas y, ante todo, la ansiada Copa
de Europa. Pero solo logró conquistar una. No lo suficiente para que un equipo
leyenda en Cataluña (“el dream team”) traspasara fronteras,
pero sí para que la teoría Cruyff siguiera viva. Su juego seducía por su
elegancia y belleza. En vez de la camiseta blaugrana, podrían haber jugado con
esmoquin. El encanto del estilo de juego cruyffista cautivó al club, a sus
seguidores, a la prensa catalana y a los jóvenes jugadores que tuvo bajo su
mando, principalmente al más inteligente y receptivo de ellos, Pep Guardiola.
Cruyff se fue, pero los equipos que heredó pasaron al mando de otros
holandeses, Louis van Gaal y Frank Rijkaard, mientras que en las categorías
inferiores se insistió en predicar el modelo cruyffista, en generar
automatismos diseñados con el propósito de recrear y perfeccionar el prototipo.
La llegada de Guardiola, el discípulo predilecto de Cruyff, al banquillo coincidió con la entrada
en escena de una camada de jugadores que habían digerido la filosofía de la
casa desde la temprana adolescencia. Entre ellos, Xavi Hernández, Víctor
Valdés, Gerard Piqué, Andrés Iniesta, Cesc Fàbregas y Leo Messi. Lo que les
enseñaron, ante todo, fue que el balón era soberano; la posesión, la máxima
–prácticamente la única– prioridad. Era el polo opuesto al catenaccio, cuyo
punto de partida era que el otro debía controlar la posesión del balón. Y
estaba en las antípodas del robusto atleticismo que se sigue premiando hoy en
el fútbol inglés, cuyo estereotipo (y capitán de la selección) es el central
John Terry. Este es un gran defensor, un gran stopper, porque
tiene que serlo. Por falta de técnica cede el balón con tanta frecuencia al
rival que se ve obligado a estar todo el tiempo al límite de sus posibilidades,
en estado de permanente emergencia. Lo mismo, o más, se puede decir del defensa
del Liverpool Jamie Carragher, tan admirado por sus fans y por la totalidad del
fútbol inglés por sus indudables virtudes marciales, por su espíritu ancestral
de sargento, defendiendo las barricadas contra ejércitos alemanes, afganos o
zulúes. Uno observa a Terry y Carragher en el terreno de juego y entiende cómo
se convirtió Gran Bretaña en un imperio sobre el que el sol nunca se puso, pero
entiende también por qué la selección inglesa de fútbol no ha brillado, ni ha
ganado nada, en medio siglo.
LA PICARDÍA DE DIOS. El partido de cuartos del Mundial de 1986 resume la
carrera de Diego Maradona, trampa y genialidad a partes iguales. Marcó dos
goles, uno con la mano y otro tras escaparse de media selección inglesa desde
el centro del campo. Su Argentina ganó el título. Como jugador de club, a
Maradona se le recuerda en Boca Juniors, pero por encima de todo por su etapa
en el Nápoles, un equipo que no era nadie en Italia hasta su llegada. Con el
argentino lograron sus dos únicos ‘scudettos’, una Copa y su único título
europeo, la UEFA en 1989.
El Barcelona, en cambio, tiene de
centrales a Piqué, que fue atacante en la adolescencia, y a Mascherano, que
jugó en el medio del campo para el Liverpool. Mascherano rompe también el viejo
molde del central grandote; es uno de los jugadores más pequeños de un conjunto
que, según cuentan, es conocido en el vestuario del Real Madrid como “los
enanitos”. Y aquí vemos una faceta importante de lo que aporta de nuevo el
Barcelona: aunque la disciplina en el campo es total, no se sabe muy bien en
qué posición juegan muchos de los jugadores. Se ve la alineación del once inicial
en televisión antes de empezar un partido, pero una vez que suena el pitido
inicial empiezan a aparecer en los lugares más inesperados. Dani Alves sale en
las listas como lateral derecho, pero ejerce más de centrocampista ofensivo, o wing; Iniesta
no se entiende muy bien si es un extremo derecho o izquierdo, o si su lugar es
el centro del campo; Alexis Sánchez es un delantero centro –el target
man más bajito de la historia–, pero se disfraza de extremo; Messi es un
falso nueve y mucho más, el heredero directo de Hidegkuti pasando por el
todoterreno goleador de Di Stéfano; Fàbregas, ni él mismo sabe cuál debe ser,
según los antiguos criterios, su colocación en el campo. Los que marcaron los dos
goles del Barcelona en el primer partido de la Copa del Rey el mes pasado
fueron el defensa central Carles Puyol (que había sido centrocampista en su
juventud) y Eric Abidal, que ejerce de lateral y central al mismo tiempo y
metió su gol con el aplomo de un delantero centro y la explosividad de un
extremo.
EL ÚLTIMO ESLABÓN. Pep Guardiola, en el centro con la Copa de Europa ganada
como jugador del Barça en 1992, aprendió la filosofía del fútbol total holandés
de su entrenador, Johan Cruyff. Aquel equipo, el llamado ‘dream team’, fue el
origen de lo que hoy es el Barcelona del Guardiola entrenador, el equipo del fútbol
absoluto. El último escalón evolutivo de este deporte.
En cuanto a Xavi, es, claramente, el
director de orquesta en el centro del campo, pero recupera balones como
Mascherano cuando jugaba en Inglaterra. Messi también recupera, y con la fuerza
y el timing de un lateral de toda la vida. El propio portero,
Víctor Valdés, se ve más cómodo en el pase –es a lo que se dedica cuando no
está parando balones– que Terry o Carragher. Además, Guardiola –el extremista
radical de la filosofía Cruyff, el que impone el orden en el aparente desorden–
le obliga a pasar el balón, porque el peor pecado es lanzarlo y permitir que se
convierta en balón dividido, que el fútbol se reduzca al azar. La cuestión es
minimizar el factor suerte haciendo que todos hagan de todo. Que todos sean
jugadores híbridos. Como proponía Cruyff, pero quizá no se atrevía ni él a
soñar que en el mundo real se podía. La posesión de balón es el principio
sagrado, tanto en defensa como en ataque. Porque si el otro equipo no lo tiene,
no hay necesidad de defender. La jugada es como una ola que crece hasta que
rompe en las orillas de la portería contraria. Si no acaba en gol, el balón
perdido queda lo suficientemente lejos como para no causar desconcierto
defensivo.
Cuando los que juegan más atrás saben distribuir el balón, lo que ocurre es que cuando el
balón se pierde, se pierde arriba, cerca del área rival. Con lo cual, el otro
equipo tiene que recorrer todo el campo, superar todos los obstáculos de un
conjunto bajo las órdenes de perseguir el balón como una jauría de perros de
presa, para tener posibilidades de generar una ocasión de gol. Es un lenguaje
nuevo el del Barcelona; un lenguaje que se aprende en los equipos inferiores
del club, motivo por el cual grandes estrellas mundiales como Zlatan
Ibrahimovic o Thierry Henry nunca acabaron de cuajar en el grupo e
interpretaron el papel del patito feo.
O REI PELÉ. El jugador del Santos y de la selección brasileña campeona del
mundo en tres ocasiones (1958, 1962 y 1970) era la estrella de aquellos
equipos, todavía hoy máximo goleador histórico de ambos conjuntos. El fútbol
que representa Pelé es el del juego de ataque por encima de todo. La
estrategia, aparentemente sencilla. Si el rival te marca dos goles, nosotros
marcamos tres. Si son tres, logramos cuatro… Y siempre mediante una técnica
nunca vista hasta entonces, maravillosa, como si de los Harlem Globetrotters
del fútbol se tratara.
Todo esto no lo entendió Alex Ferguson, el
entrenador más veterano de Europa, tras la derrota de su equipo, el Manchester
United, la primera vez que se enfrentó a este Barcelona, en Roma, en la final
de la Liga de Campeones de 2009. Pensó que su equipo perdió porque tuvo una
mala noche. Cuando se repitió la paliza en la final del mismo torneo en Wembley
el año pasado, ahí Ferguson se rindió. Entendió que se había enfrentado no solo
al mejor equipo del mundo, sino a uno que representaba un cambio de rumbo en la
historia del deporte al que se había dedicado toda la vida. Otra leyenda, Pelé,
pensó antes de la final del Mundial de Clubes en diciembre que su Santos tenía
posibilidades de ganar al Barcelona. Se equivocó. La estrella del Santos,
Neymar (al que Pelé había clasificado como mejor que Messi), también lo vio.
Después de perder 4-0 reconoció que el Barcelona le había dado una lección de
fútbol.
Lo mismo dijeron los ingleses tras caer
derrotados en 1953 contra Hungría. Y son los propios ingleses los que han
estado enviando emisarios de sus equipos técnicos a la Ciudad Deportiva del
Barcelona esta temporada para aprender el lenguaje (Cesc Fàbregas lo llama el software) de
los de Guardiola. Se ha visto a representantes del Manchester City, del
Arsenal, del Chelsea y de muchos más equipos europeos observando atentos los
entrenamientos del Barça, libreta en mano.
LA DUREZA. El alemán Franz Beckenbauer representó al primer jugador que siendo
defensa sumaba las virtudes de un pasador. El Milan de Arrigo Sacchi, en la
imagen junto con Van Basten, triunfó en los noventa mezclando la dureza
italiana y la clase holandesa. En aquel equipo también militaban Rijkaard y
Gullit..
La influencia de este Barcelona se
extiende a los seis continentes. Hoy día, uno va a Liverpool –por poner un
ejemplo, ya que sucede igual en Guatemala o Madagascar– y ve jugar a los niños
en un enorme terreno en las afueras de la ciudad donde hay 12 campos de fútbol.
Algunos niños llevan camisetas del Liverpool o del vecino Everton; pero más
aún llevan las camisetas blaugrana del Barcelona. Los entrenadores de los
niños, que antes se limitaban a gritar –al clásico estilo inglés– “entra duro”,
“pégale con ganas a la pelota”, ahora repiten una y otra vez: “pasa, pasa, pasa
el balón”. Bobby Charlton, mito del fútbol inglés y estrella de la selección
que ganó el Mundial en 1966, dijo en una entrevista con el diario As este
mes que “todos los clubes deberían querer aprender de lo que hace el
Barcelona”, cuya filosofía consiste en que “si tienes la posesión del balón y
mantienes esa posesión, entonces tienes muchas posibilidades de ganar”.
Los elogios de Charlton, que en su día fue
un fanático admirador del Real Madrid de Di Stéfano, demuestran el impacto que
está teniendo hoy el ejemplo barcelonés en el país que inventó el fútbol. De la
torpeza se ha pasado al refinamiento; de la fuerza, a la técnica; del espíritu
del guerrero, a la inteligencia del espadachín. Y a la comprensión de que da
igual si el jugador es alto o bajo, fuerte o menudo, con tal de que sepa tratar
bien el balón. No se necesita un vehículo cuatro por cuatro, un sedán, un
tractor y un fórmula 1. Se puede triunfar jugando con Minis. Los bajitos se
defienden ante una mayor envergadura (como mandan los cánones de la naturaleza)
siendo esquivos. Se defienden con su destreza, como un torero con su trapo. El
tamaño, repetimos, ya no importa.
El Barcelona alimenta el sueño de cada
niño que desea ser jugador de fútbol. La totalidad del mundo del fútbol se ha
rendido ante la nueva visión del conjunto de Pep Guardiola. La palabra “Barça”
ya es una referencia, en boca de todos los columnistas, de los entrenadores, de
los jugadores del planeta. Uno dice “el estilo de juego del Barça” y todos
saben exactamente de qué se está hablando; la imagen está sellada en el
imaginario colectivo global. El Barcelona ha logrado algo más difícil de ganar
que cualquier trofeo; ha ganado la admiración universal, incluso, si son
honestos y serios, la de una buena parte de los aficionados del Real Madrid. Y
la revolución en el campo de juego está dando lugar a una revolución en todos
los rincones del planeta donde el fútbol se sigue, señal inequívoca de que
estamos, precisamente, ante una nueva etapa en la evolución del fútbol.
El Barça se encuentra en lo alto de esa línea ascendente de la historia del fútbol: desde
los inicios primitivos del deporte en el siglo XIX, vía las innovaciones –el
nuevo concepto del espacio como clave del triunfo– de Chapman y Pozzo, el
2-3-5, el 4-3-3 y el 4-4-2, el catenaccio, los primeros indicios de
fútbol total de los húngaros, luego patentado por los holandeses, al modelo de
Ámsterdam perfeccionado que despliega el Barcelona de hoy, y a través del
Barcelona a la selección española, campeona del mundo. Se puede trazar una
línea directa, incluso, con aquella selección escocesa que empató 0-0 con
Inglaterra en 1872. Ese equipo pasador jugó con una formación de 3-7. En una
vuelta sorprendente a los orígenes del deporte, lo mismo hace hoy el Barcelona.
Pero con una fluidez y variedad y efectividad y belleza de las que jamás
podrían haber soñado aquellos honorables pioneros. Siguiendo una lógica
darwiniana, se probó de todo. Lo que no funcionó se descartó, y lo que sí, se
incorporó. Así se hizo la especie más fuerte. Hay, como dijimos al principio,
equipos que llamamos grandes, muy grandes. En tiempos modernos, tras la llegada
de la televisión, tenemos al Real Madrid, a Brasil, al Milan, al Liverpool,
entre otros. Quizá este Barcelona nunca gane tantas Copas de Europa como el Madrid
de Di Stéfano. Quizá por eso algunos puedan llegar a afirmar de manera
convincente, pero nunca definitiva, que aquel pentacampeón europeo fue el
equipo de clubes más grande de todos. Pero aunque el Barcelona de Guardiola no
vuelva a ganar ningún trofeo más –aunque no sume ni uno más a los 13 de 16
ganados en las últimas tres temporadas– ha dejado su sello de manera
irrevocable en la historia del fútbol. Nunca nada volverá a ser igual.
MICHAEL ROBINSON / JOHN CARLIN
elpais.com
RECOPLILACION
FUTBOL FORMATIVO
2 comentarios:
MARIA ELENA VIDAL JORDI • Jo crec en l'evolució de les espècies. En aquest cas es junta l'evolució amb la Revolució den Guardiola
extraordinario post. muy bien radactado y estupendamente absorvente.
MUCHÍSIMAS GRACIAS POR ESTA LECCIÓN TAN EXQUISITAS DEL DEPORTE REY
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